Solo con una invitación. Un día cualquiera, en una semana cualquiera, te vas a comer con tu madre y sin pensarlo te trasladas a tu niñez. Pero no por volver a tu hogar, al que ha sido tu refugio durante años, sino porque haces una parada en el camino. Aquí comienza la historia.
Entre zapatos, suelas rotas y olor a pegamento, recuperas treinta años de tu vida. En un solo instante, te sientas en un viejo taller de un zapatero que aún disfruta con su trabajo. Todos los días hace lo mismo, todos los días arregla pisadas. Esas que llevan a distintos destinos. Sin poder imaginarse que gracias a él cada una de las personas que han pasado por su viejo y escondido taller recorrerán un camino distinto; que les llevará a vivir momentos felices y otros no tan felices, pero gracias a ello podrán lograr su destino.
Es entonces donde esa niña, solo con una leve respiración se relaja durante un tiempo. Y esa niña pierde el tiempo. Y digo que lo pierde porque se olvida del reloj. Aprovecha ese instante para ser ella misma. ¿Cuánto tiempo que no sucedía eso? Sonríe y en su rostro se reflejan más aún sus arrugas de expresión; orgullosa de ellas, porque en cada una hay una sonrisa. En cada una hay un momento de felicidad. Las multiplicaría por mil si pudiese. Y entre charla y charla le dicen la cosa más bonita que ha podido escuchar en mucho tiempo: Sigues siendo la niña risueña y nerviosa de hace treinta años. Y esa mujer vuelve a recuperar su valentía, porque se da cuenta que aunque pase lo que pase en un rincón de su minúsculo cuerpo siempre se esconderá lo que un día fue y no quiere perder.
Volvería a ser tu aprendiz del zapatero por solo regalarme un instante de vida.
Mónica Escribano.
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